lunes, 7 de junio de 2010

"Vos también la tenés adentro"

UNA DE LAS TANTAS CELEBRES FRASES DE NUESTRO DIOS MUNDANO, QUE NOS HACE REFLEXIONAR: DEJAR DE MIRAR LA PAJA EN EL OJETE AJENO.

Balada para un loco por Roberto Polaco Goyeneche

sábado, 1 de mayo de 2010

Capítulo II: La cruel realidad (parte I)


“¿Y Chispa? ¿Dónde mierda se metió? ¡Carajo! ¡No llegamos, no llegamos! A este paso la inauguración se retrasa.” Sumamente preocupado, el jefe sabía que si no apuraba iba a sufrir las consecuencias. Era difícil lidiar con los viejos, sobre todo con lo que el gerente llamaba lucidamente EL EJE DEL MAL: Grostico, Chispa, Grillo. Principalmente Grostico (para el jefe, el más siniestro, el misterioso Grostico); principalmente Chispa (el sindicalista anárquico-peronista-marxista-leninista, aunque nunca entendía cómo podía congeniar tantas tendencias, más bien le parecía un autentico hinchapelotas, siempre combatiendo, amigo de las causas ajenas); principalmente Grillo (el coplista mequetrefe).Por momentos se resignaba afligido, la única opción era echarlos con indemnización porque de otra forma sabia que ese triangulo intempestivo de mil batallas a ganar o morir le iban a terminar incendiando la empresa. No se olvida la vez que lo ascendieron: el era un empleaducho subordinado, estaba por debajo de la categoría y la antigüedad de esos tres. El día de su debut como jefe quiso imponerse a mano de hierro: regulaba los horarios de descanso, exigía que se quedasen el tiempo extra necesario con el fin de que quedase todo reluciente. Pero su método solo duro un día: esa noche, mientras se acercaba solitariamente hasta su auto en el estacionamiento, comprobó la advertencia: le habían escrito con excremento “PUTO” en ambos lados, mientras que en el parabrisas rezaba con mierda caligráficamente perfecta:

Hasta ayer fuiste un siervo,
ahora un vendido calculador,
sorete, malparido y de tantos nervios
le dejo indignación al calor
de este mensaje de advertencia;
no se meta con nosotros, los obreros,
nuestra vida es sometimiento y dolencia
pero continuamos la lucha de Espartaco
rompiendo cadenas, combatiendo de enero a enero,
para la liberación no hay descanso, solo desacato,
y a los traidores los junamos,
son alcahuetes de turno, antipatrias, cipayos,
unos mierdas como usted, su auto y mi verso apresurado.

Desde entonces el jefe sabe manejarse con cautela, pero a pesar de su mente corta buscara deshacerse de sus pesadillas de diligente del patrón. Después de todo, estos pobres diablos se piensan que están en décadas pasadas cuando la cruel realidad es que cada vez están más lejos de sus reivindicaciones. Quieran o no son esclavos de esta sociedad consumista, individualista y egoísta que los tiene sometidos. Entonces le surge una expresión que para él resulta sumamente satisfactoria: “¡A comerla!”, se sonrió mientras empezaba a corretear detrás del gerente.
********************

La tarde del día del ocaso de setiembre lo había abandonado a perderse entre la multitud de yupies siempre apurados, tan prolijamente burgueses, ejecutivos que con su celulares dirigen las acciones elementales con el único fin de acrecentar sus ganancias, a veces se perdía mirando una serie de mujeres elegantes testeándoles detenidamente los traseros para sentenciar: “Sí, son secretarias...”, tan acostumbradas a agitar sus culos redondos y meticulosamente trabajados para el bien de sus jefes. Por momentos, trataba de descifrar diversos idiomas que se perdían por el aire del microcentro: españoles, ingleses, galeses, japoneses con sus camaritas digitales sacándole a cualquier pelotudez: a la cúpula del Congreso, a las estatuas, al pico de los árboles... se emocionaba cuando escuchaba la voz de algún latino: entonces se ofrecía más amable a cualquier consulta apresurada a mitad de Corrientes, jugaba a adivinar de acuerdo al acento: ¿chileno? ¿brasileño? ¿colombiano? Le brillaban los ojos al escuchar decir que eran cubanos o venezolanos... pero solo de momento... porque inmediatamente se le venía a la mente la Doctrina Chispa, diciendo que los que venían a pasear aquí no podían ser cubanos sino cipayos de Cuba, los proyanquis, los que organizan mil tretas con tal de acabar con el socialismo de Fidel: “Son los salvajes unitarios de Cuba”-sentenciaba en una de esas lúdicas charlas matutinas de vestuario entre cigarros y café (con whisky barato a escondidas)- “lo único que en vez de estar refugiados en Montevideo, lo están en Miami. Son antipatria. Gloria Estefan es la Riverga Indarte de Cuba, lo único que en vez de publicar un libro tipo Es acción santa matar a Rosas y fabricar un atentado como la caja infernal, pervierte el alma libre de los latinos con su música mercachifle todo bien presentado en una caja infernal donde encierra sus más siniestras canciones: Mi tierra no es un canto de amor, es un canto egoísta, burgués, ama la tierra que era de su familia oligarca que fue expropiada legítimamente por el gobierno revolucionario...”, llegando a conclusiones de símil envergadura con el caso venezolano que terminaba provocando en Grostico una profunda indignación, a punto tal de transformarse su cara frente a los turistas y clavar su mirada acusadora sobre ellos, para decir con tono insultante, anacrónico: “¡Burgueses!”
Esa primera impresión de querer perpetuarse en su soledad mientras transitaba en un desierto de gente que detestaba tenía una explicación: era sumamente imperioso para él perderse en las mesas de saldos de las librerías de usados de la calle Corrientes, acusando recibo de gustos variados: pasaba de Jauretche a Vico; de Neruda a Fontanarrosa; de Borges a Marechal; de Ortega a Gasset; del gran cronopio a algún vulgar autor desconocido que termina siendo entusiastamente aprobado al encontrar ojeando entre hojas una carilla con una gigante y solemne frase: “¿Qué mirás? ¡PUTO!”; de Dante a Nietzsche; de Marx a perderse en un río de baboso deseo al encontrarse con algún libro que le faltaba de Sartre... así hasta que comprueba que no tiene dinero, entonces maldice al inventor de la imprenta y también al librero por vender en lugar de compartir: “La propiedad es un robo”, se decía asimismo doctrinariamente, pensando que si lo escuchara Chispa sería un manto de emoción...
Definitivamente no tenía en cuenta volverse caminando. Contó las monedas. Miró el bondi e hizo un ademán que le salió medio canchero (estaba con el pucho entredientes poniendo mirada misteriosa, las piernas entrecruzadas, había levantado en tanto su brazo derecho a media asta elevando el índice) lo que le provocó cierto menosprecio a sí mismo. “¿Qué mirás? ¡PUTO!” –se dijo como si él ya se estuviera viendo cómo se posicionaba para tomar el colectivo desde el primer asiento.
La sorpresa lo deslumbró al subir. Era increíble, estaba viajando en un horario complicado y sin embargo el colectivo venía vacío. Pero no del todo. Cuanto terminó de sacar el boleto de la maquina quedó anonadado. -“No puede ser. Esto no puede ser real”. En la penúltima fila de los asientos dobles del colectivo se encontraba una mujer de ojos marrones y cabello castaño oscuclaro que le parecía sumamente familiar. Sobre todo eran esos ojos. Él no era de esas personas detallistas o en todo caso lo que menos le miraba a las mujeres eran los ojos. Pero esos ojos no eran comunes; ella no era una mujer común. Jorge estaba parado perplejo en el pasillo del bondi tratando descifrarla, pero ella lo ignoraba, ¿o no? Porque para ignorarlo lo tenía que haber visto en algún momento, sin embargo ella no corrió su vista de la ventanilla. -“Es la Dama con Unicornio”, lo dijo serio y convencido del imposible: semanas atrás se había dedicado a observar el cuarto de Antonieta cuando ella no estaba. En complicidad con Miju pudo observar las diversas obras de arte que tenía meticulosamente colgadas en las cuatro paredes. Se sintió estúpido al no entender muchas de ellas, no obstante, hubo una obra que por su realismo había quedado desconectado de su realidad: era la Dama con Unicornio de Rafael. No entendía nada de arte, ni sabía quién era esa dama, pero se sentía extasiado al observarla porque su mirada parecía huidiza, lo que le provocaba cierta curiosidad. De hecho, se corría hacia los costados del cuadro, trataba de encontrar el punto de unión entre ambas pupilas pero no había forma de conectarse con ella. Es como si la dama mirase al infinito, la mirada iba fuera del cuadro, traspasaba las paredes como si no le importase esa vanidad femenina de querer representarse en su máximo esplendor; como si Rafael la hubiera obligado a posar para él y ella se burló de su realismo, boicoteando su obra aunque la agudeza del pintor haya superado la problemática que encubría esa mirada. Ese rostro serio pero no acongojado, le parecía desafiante. Obsesionado, un día Jorge le comentó esa circunstancia a Grillo, pero a él no le importaba lo que pudiera haber hecho alguien que nunca dejó de ser una tortuga ninja. Sin embargo, Jorge redobló la apuesta y una tarde empezó a marcar puntos negros con fibrón en las paredes del cuarto de Antonieta tratando de detectar la dirección de esa mirada; luego algo derrotado de tanto autoexigimiento, pero apoyado por el entusiasmo de Meji que saltaba desesperadamente contra la pared, empezó a trazar los puntos negros uniéndolos con el único fin de encontrar alguna figura misteriosa que devele el misterio del Código Rafael. Pero lo único que originó fue un rombo estilo barrilete que parecía flotar sobre la pared. Había abandonado su obsesión hasta ese momento en el colectivo cuando la volvió a encontrar. Era ella, la Dama con Unicornio, que mira la nada o el todo, menos a él. Su postura era la misma que en el cuadro lo único que entrebrazos, en lugar de llevar el unicornio, reposaba una cartera que cobraba vida. Ella lo sabía que era mentira, que no era una cartera, era su unicornio que acariciaba suavemente mientras se perdía como el sol de aquella tarde. Entonces Jorge, desesperado, decidió que tenía que actuar. Pero, ¿de qué forma? El colectivo estaba vacío, era solo ella y él. Si se dirigía a sentarse al asiento contiguo, podría reaccionar molesta, incomoda; lo arruinaría todo si ella se ponía a la defensiva. Había que generar una excusa que diese pie a una conversación sorpresiva. Pensó hacer rodar su moneda hacia esa dirección con el fin de que frenara bajo sus pies, para que ella volviera en sí, dejase el unicornio a un costado y establezca alguna pregunta o algún gesto... algo. Pero abandonó enseguida la opción porque era complicada: la irregularidad del piso del colectivo podía llevar a la moneda hacia cualquier lado, incluso hasta afuera del mismo perdiéndose por debajo de la puerta de atrás. Entonces decidió infantilmente que lo mejor era llamar la atención solamente desde donde estaba parado con el fin de que la Dama con Unicornio al menos le regalara alguna expresión sincera hacia él. Sería lo más justo, al menos creía que a esta altura se lo merecía. Se mecería entonces sujetándose de ambos pasamanos, provocando algún movimiento grotesco, algo que alterase su concentración. Sí, era decididamente un estúpido. Mirarla detenidamente desde ahí, provocaría la peor reacción de ella: “¿Qué mirás? ¡PUTO!”... sería denigrante. Jorge se impacientaba, él seguía pensando y el tiempo le comía los talones. Desesperadamente empezó a caminar lentamente hacia el fondo del bondi siguiéndole el juego a la Dama con Unicornio: empezó a mirar hacia el sentido contrario, mirando interesante los carteles en las paredes del colectivo buscando girar lentamente hacia la dirección contraria; miraba hacia el techo lentamente buscando que el movimiento sea dócil no forzado, siguió el recorrido de la pared- techo- pared del colectivo hasta el asiento de la Dama con Unicornio que al momento de volcar la mirada, ella ya se había bajado en la parada anterior.
Se sentó derrotado, sacó de su bolsillo un papel arrugado y empezó a escribir “JORGE GROSTICO ACUSA”. Luego tachó el presunto título y no puso nada encima: ergo sería un homenaje a la Dama con Unicornio, la mujer de otra dimensión que no tenía nombre:

Hasta donde pude percibir la inconcebible,
Dama con unicornio,
la encontré en mitad de una siesta
de una tarde en vela
¿Acaso era ella
la que está detrás de esa mirada?
Ojos que traslucen su huída
de mi punto de fuga
de alguien que no me mira;
apenas observa que soy la cubierta,
en un retablo de mil colores
los grises no se conservan...
¿Acaso ese unicornio,
no es un cordero encubierto?
Para qué preguntarle
si ni se imagina que lo lleva
pero reposa en su regazo.
Apenas un esbozo de mi alma un pedazo
de pasos que no conducen
y se pierden en la enredadera de sus cabellos
que de tan descuidados parecen tan bellos
Se disipa el esmalte de su rostro serio,
Su mirada huidiza,
Su pelo atado escapa al viento,
Y el unicornio envuelto en sus brazos
parece que entendiera
que es mi alter ego, confundido, amargo
¿o acaso un cordero?

A decir verdad, no había logrado escribir ni una sola palabra; solo caracteres ininteligibles, él las entendía, claro; pero francamente parecían palabras de otro idioma, jeroglíficos, garabatos, el idioma del colectivo en movimiento que no permite que se escriba sobre él ni una mísera palabra, ni una sola; lo mismo realizó un esfuerzo sobrehumano para retener en su memoria, como esa madrugada olvidable, esa misteriosa aglomeración de vocablos; cuando estaba próximo a la avenida Callao pensó que había tenido éxito, pero a dos paradas de su destino se percató de que se había olvidado por completo lo que estaba queriendo acordarse, era una lástima, porque sí se acordaba de que había querido acordarse lo que a la postre había caído en el olvido; luego el olvido dolía mas ya que se tenía memoria de la intención de no haber querido olvidar; y aún así no había originalidad alguna en esta retorica motorizada en movimiento sobre la avenida más larga del mundo; alguien versó sobre el Verbo y sobre la Memoria de una manera magistral, muchos años antes. Ensimismado en la Patrística se le olvido bajar en Ayacucho y terminó bajando entre Junín y otra que prefería no recordar (mentira, no prefería nada, olvidó el nombre de la calle y mintióse a si mismo diciendo que no quería recordar ¡que vergüenza!) .......

sábado, 10 de abril de 2010

Capitulo I: El habitáculo (Parte II)

Acontecía la madrugada, trémula e impertinente.

En la cama un individuo se vuelve hacia la izquierda mirando a la pared; ahora a la derecha; ahora está boca abajo con la cara contra la almohada. “Qué sucia está esta funda, ¡por favor! El sábado la voy a lavar de una vez por todas” pensó el cuerpo bajo las sabanas. Estaba incomodo. Se sentó y bajó las piernas de la cama, prendió el velador (que no era un velador ¿o sí? Era en realidad una botella de gaseosa de 350 centímetros cúbicos; con arena hasta la mitad, en el pico tenía una lamparita de 25 watts; esa cosa la había armado una noche de invierno para combatir el insomnio y se había encariñado bastante con el artefacto y se negaba rotundamente a cambiarlo por un velador hecho y derecho) y se sacó los pantalones, los dejó sobre la silla y se quedó en calzoncillos, “ahora sí” pensó mientras se acostaba. Estaba destapado y miraba el techo; no había caso, no tenía sueño. Miraba por la ventana.

Solo un recuerdo y un no me olvides.

Manoteó los puchos y se prendió uno. Le gustaba mucho fumar acostado, aunque no sabía bien la razón. Le dolían los ojos; los sentía pegajosos y le picaban bastante, como una piedrita justo atrás del globo ocular, raspándole y haciendo que se rasque y se deje los ojos rojos. Mientras se rascaba sin parar escuchaba. Escuchaba ese silencio turbio que se arrastraba desde la planta baja y llegaba hasta el séptimo piso y llegaba aún más allá; a la terraza, a los demás departamentos, a las demás piezas, “etcétera etcétera” pensó Jorge burlándose; son las dos menos diez y hace frío pero Jorge se queda en la cama aunque la ventana esté abierta de par en par. Le da la última seca al pucho y lo apaga en el cenicero que estaba sobre la mesa (que no era…).
-Pero no me puedo dormir –pensó mientras se incorporaba dificultosamente porque desde hace tres días le vienen doliendo las piernas de una manera siniestra -¿Por qué? –dijo mientras caminaba alrededor de la pieza. “Pero ahora que lo pienso, Antonieta no está haciendo nada de ruido; esto es muy extraño che. ¿Se habrán ido y yo no los escuché? ¿Me habré dormido mucho tiempo? Pero si yo no me dormí… ¿o sí? En fin, no sé.” Se hundió la mano en sus cabellos y contó cuantos cigarrillos le quedaban, todavía tenía diez en el atado.

A diez kilómetros de Jorge, aproximadamente; en Liniers, cerca de la cancha de Vélez, un joven está en su pieza también, está estudiando “Historia contemporánea” porque tiene que rendir un parcial, está entusiasmado ya que si todo sale bien, en tres meses será profesor de Historia; estudia escuchando los Ramones, la cervecita la deja para después del estudio, como un humilde festejo; la deja para después, para cuando suene Poison heart. Llegó al fin: “Los lectores no deben dejarse engañar por el tono de seguridad que se desprende de la bibliografía (incluidas mis propias observaciones) y confundir una opinión con la verdad establecida.” ¡El ultimo acápite del texto de Hobsbawm! ¡Nunca había querido tanto a Eric como ahora! Una sonrisa se dibuja en su cara y se decide a prender un Phillip. Se prendió un Phillip y pitó aplicadamente, “¿Qué puedo escuchar a esta hora de la noche? ¿Los Ramones? Mmm, me parece que estas tinieblas inmóviles se prestan mas para un disco de Floyd que para otra cosa.

¿Y qué disco? Uy…” dijo Jorge que había trabado conversación con su reflejo, que se veía apenas en la ventana que tenía bastantes partículas de polvo. “Ya sé, me iluminé ¡Dark side of the moon! ¡Esa pieza magnifica de música, de arte, de todo lo que fuera un entero y pudiera ser dividido en piezas; Breathe es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son, de Leontium y de Abdera, el lunático está en mi cabeza y me dice que nada existe, si algo existe es incognoscible y en el caso de que sea cognoscible es intransferible e incomunicable; obra trascendental, imperecedera, inamovible, infeliz sería yo si no pudiera escuchar a Waters y a Gilmour! Espero que el aparato lo lea, el CD está un poco rayado”
Sumamente extasiado estaba mientras se conmovía escuchándolos, el condimento extra era sobretodo que había vencido la problemática circunstancial que le pudiera haber acarreado el hecho de que el CD empezara a tartamudear, cosa que lo hubiera acercado un poco más al borde de la locura. El placer de lo que escuchaba sumado a lo que había estado pensando hasta ese entonces le produjo un ensimismamiento paradójico: cuan lejos pudiera estar físicamente Waters y Gilmour cuando en realidad los tenía ahí presentes, haciendo lo que saben hacer en su pieza ceremonialmente, había recordado a su amigo que estaba aproximadamente a 10 km de su ubicación topográfica y cuanto le envidiaba, porque de alguna forma, él no estaría contando cerca con ninguna Antonieta + ÉL + gato maullando... ¿o sí? Fue en ese preciso instante, cuando se dio cuenta que estaba con la música fuerte y se había olvidado de la situación embarazosa de salir de su cuarto, por lo tanto un aura de curiosidad se le había depositado en su mente nuevamente: ¿acaso ahora estaba realmente solo? Entonces aguardó a que termine su disco y comprobó de lo que ya se había percatado: el silencio aturde. No obstante, tenía que tener ciertos recaudos. Quizás lo estén esperando afuera en silencio, expectantes. Podía esperar, le quedaban siete cigarrillos. Comenzó a hacer cuentas paenzantemente:
Si Antonieta + ÉL + gato maullando se habían transformado en un conjunto homogéneo, el gato ahora no está maullando, entonces ¿no hay nadie?
Se desató un cordón de la zapatilla y lo empezó a pasar paezantemente por debajo de la puerta. Sabía que si estaban afuera (es decir en el pasillo) el gato no soportaría semejante tentación frente a un cordón que se asomase cuasi lombriz por debajo de la puerta. Si el gato reacciona, es porque está afuera (es decir en el pasillo), y si estaba allí sin maullar es porque Antonieta + Él no se encontraban, por ende ese conjunto homogéneo se había disipado. Empezó a mover el cordón trazando una “s” con él en el piso. Nada acontecía afuera. Entonces dedujo que el gato no estaba allí, pero puede que siga formando el conjunto homogéneo no tan lejos del pasillo. Seguía sin tener la seguridad garantizada. Entonces se levantó del piso creyendo que realmente había sido un verdadero estúpido: nada es fácil ni simple. Se prendió el antepenúltimo cigarrillo, cuando el cordón se empezaba a arrastrar hacia fuera (es decir hacia el pasillo). Intentó reaccionar violentamente impidiendo la fuga del mismo, pero inútilmente se chocó contra la puerta. Empezaron los murmullos afuera, el ruido de la tecla de luz que se encendía cuestionando su proceder. Todo perdido, estaban todavía afuera esperándolo, más atentos que nunca y por culpa de él. “<< ¿Qué me ha pasado?>>, pensó. No era un sueño. Su habitación, un auténtico habitáculo humano, estaba tranquila entre las cuatro paredes bien conocidos...”: a diez kilómetros de Jorge, un joven había decidido abrir su cerveza mientras leía por enésima vez La metamorfosis de Kafka. Definitivamente Cronos se burla de todos, los tiempos y las distancias, la ficción y la realidad, no se distinguen, se entremezclan, se confunden: mientras a miles de kilómetros de distancia Waters vomitaba en una maceta, Gregorio Samsa no sabe como levantarse de la cama, pretende encender el velador (que en realidad no era un velador), cuando escucha murmullos y cuestionamientos desde afuera (es decir desde el pasillo), donde el gato ya había abandonado el cordón para perseguir a una cucaracha mientras empezaban a golpear a la puerta el procurador + Antonieta buscando una respuesta a esta altura locuaz e impertinente: “¿estás ahí?”. Entonces Jorge no responde y enciende el penúltimo cigarrillo.

.......
“Que se la lleve el diablo” masculló Jorge y se acodó en la ventana que estaba de par en par, una corriente de aire simpática, refrescante, se dejaba sentir mientras subía por el pulmón del edificio; con los ojos cerrados Jorge pitaba aplicadamente mientras tiraba las cenizas sobre el piso, “total el sábado voy a limpiar” se dijo; había algo que no le gustaba, era que la ventana tuviera un mosquitero, eso no lo terminaba de convencer; “está bien, al menos así no entran bichos; pero qué necesidad de poner eso ahí, ¿tanto molestaron otrora los insectos a la persona que usufructuaba las bondades y las maldades de esa pieza para llegar al extremo de colocar este mosquitero, casi imperceptible desde una distancia prudente, digamos, desde la cama? La introyección de las cadenas, esto es siniestro; la libertad ya casi no se enfrenta con paredes, ahora se debate contra mosquiteros, pantallas de LCD de diez y siete pulgadas y celulares que hacen de todo; me estoy viniendo viejo” pensó y no pudo evitar que un rictus se le dibujara en el rostro. “La introyección de las cadenas” bisbiseó como para volver un poco a la realidad aunque ese bisbiseo no hizo mucha falta ya que lo que lo hizo bajar de las alturas estratosféricas donde lo habían depositado los vientos pulmonares de la construcción vertical que ha sido dada en llamarse comúnmente edificio fue el hecho que podía traducirse como una contracción en los riñones que estaban rebosantes de ese liquido que iba a ser menester que el evacúe fuera de su organismo cuanto antes, vale decir que tenía unas ganas de mear bárbaras. Era cuestión de tiempo para que ese sudor frio, tan conocido ya, comenzara a recorrerle la espalda haciéndolo estremecer; de hecho, ahí estaba, el sudor, las impertérritas y diminutas gotas transparentes (si eran transparentes) y frías surcaban su espalda sin cautela alguna; obedecían a Sir Isaac Newton y su ley de gravedad sin importarles nada en absoluto que la espalda por la cual se deslizaban estaba contracturada en su totalidad porque el hombre (si era un hombre) que decía ser el dueño, el poseedor de esa espalda, estaba que ex-plo-ta-ba de ganas de hacer pis; pero eso no era todo, oh no. Las palmas de las manos le traspiraban cual salamín en la guantera, ni hablar de la espalda surcada por las gotitas frías esas, estas circunstancias eran solo agravantes, agravaban el hecho en cuestión que era el siguiente: Jorge tenía ganas de piyar, para piyar iba a tener que ir al baño, para ir al baño iba a tener que salir de la pieza y surcar esos metros infames que separaban su pieza del baño cual navío que se abre paso en un mar agitado por vientos huracanados producidos por la gracia de Kraken que gentilmente trata de ahogar a toda la tripulación haciendo sucumbir la nave ante esas gigantescas olas embravecidas ¡que tragedia! Pero no solo eso, ir al baño, salir de su pieza, cruzar esos centímetros, todo eso representaba algo más, símbolos y mas símbolos, pero no solo eso, ir al baño implicaba adentrarse en ese terreno custodiado por la maldita ecuación cuyos términos eran Antonieta; ÉL; gato maullando (pero ya no maullaba); significaba salir del mundo sensible en el cual Jorge habitaba y adentrarse en ese territorio donde reinaba la dianoia y los números y de ahí, un paso más y todo el escenario serían las Formas, Formas por doquier, Forma de Baño, Forma de Pis, Forma de Antonieta; y a decir verdad Jorge tenía una extraña y peculiar relación con el mundo inteligible, con la noesis, una relación de amor y de odio, ciclotimia a la enésima potencia; además de que el Oscuro y el flujo constante del devenir le simpatizaban mucho, mucho más. “Minga que voy a salir” pensó totalmente encolerizado. “Pero entonces ¿qué hago?”. Que hacer, que hacer; totalmente abrumado por la situación que iba de mal en peor recordó sus días en esa pensión de Flores, donde de vez en cuando le agarraban estos ataques de desprecio hacia la marcha dialéctica que conducía al baño (mugriento las veinticuatro horas, dicho sea de paso) y recordó asimismo que en aquellas ocasiones había un recurso supremo, infalible, aunque no muy pintoresco. Sin dudarlo buscó la botella que esa misma noche, hace un ratito, lo había salvado también de ir al baño a lavarse la boca y las manos; abrió el placar y buscó su caja de herramientas de donde sacó un cutter otrora propiedad de un bolichero chupasangre con sedes en Chile de donde era originario y aquí, en las pampas húmedas; con el cual procedió a cortar la botella por la mitad dando a luz una suerte de ánfora inmaculada que pronto iba a rebalsar de meo. El placer era inefable, un misticismo areopagitense; y encima salía humito, “no pensé que hiciera tanto frío, casi ni se siente”. Una vez hubo acabado de realizar tan magna tarea y de haber dejado escapar algunas gotas que fueron a parar sobre el piso, guardó la botella en el placar, atrás de la caja de herramientas, para volverla a sacar, mañana quizá, y proceder a tirarla solemnemente a la basura con un poco de pena, una sensación de compañerismo lo ataba a ese pedazo de plástico con orina; era extraordinario, ya que si hubo algo gracias a lo cual Jorge pudo quedarse en su pieza, reino de la pistis y las sombras sin tener que recurrir al baño de las Formas, ese algo era la botella; decidió no tirarla, solo la vaciaría y la lavaría patrióticamente, para guardarla ahí, donde descansaba ahora, rubia y transpirada, detrás de la caja de herramientas, bajo el banquito, dentro del placar, del lado izquierdo de su pieza. “Menos mal que mi necesidad era la número uno y no la número dos, ahí sí que iba a estar más complicado”.
Se durmió finalmente en el momento indicado: su paquete de Philips yacía destrozadamente vacío en un costado de la cama. Hubiera sido una verdadera catástrofe seguir en vela sin puchos, autoexiliado (pero libre al fin) dentro de su habitación. Esa madrugada atormentadamente curiosa y familiar estaba llegando a su fin, dando comienzo al ocaso de setiembre. Entre sueños volvió a repetirse como aquel primer momento de la noche en la que había dejado de ser apenas un ser humano: “Mañana hay que trabajar...”, aunque algo dormitado su alma rebelde le retrucaba: “Justamente... ¡mañana!, ya estamos lunes, mañana ¿martes? habría que ir a trabajar...” mientras se le dibujaba una sonrisa algo babeante en su rostro mientras se decía: “¡Hoy es San Perón!”
En tanto, a 58 minutos de distancia (depende el tránsito) un contingente de siervos abarrotados de frío esperan afuera de una puerta que los llevará al infierno laboral cotidiano. Cuando el aplicado reloj empezaba a denunciar la seis y cinco de la mañana, uno de ellos empezaba a cosquillear al oído del jefe de sección: “de seguro que por la hora que es, jefe, Grostico se pegó el faltazo...” El jefe, que hasta entonces no se había percatado, masculló una puteada entre dientes mientras calculaba que si Grostico había faltado una vez más porque se le dio la gana, tomaría al toro por las astas. Sin embargo, no tuvo paciencia en ir al choque frontal y decidió una hora más tarde llamarlo por teléfono. Jorge Grostico no entendía nada: ese aparatito endemoniado empezaba a vibrar como un cascabel sobre la mesa (que a esta altura se sabe que no era una mesa) y algo atolondrado e indefenso apeló a atender. No tuvo más remedio que invocar sus dotes actorales y simular un fuerte resfriado (en tanto su voz de dormido que le comprimía sus fosas nasales le adosaban un tono de veracidad)
-“O. K. Grostico, que te mejores. Ahora aviso de que te manden médico...”, definitivamente ese grandísimo hijo de puta había sido procreado para jorobarle la vida. No estaba en los planes de Jorge esperar al médico de la empresa, sobre todo sabiendo que podría conseguir algún certificado médico trucho. Sin embargo, eso no era lo que le preocupaba en ese momento inmediato: el llamado del jefe lo había vuelto a despertar a la terrible realidad de encontrarse sin cigarrillos. Por otro lado, eran las siete y Antonieta ya no estaba en casa, ¿cuál era el problema entonces? “El problema es enfrentar la realidad” se dijo a sí mismo en tono grave y heroico en tanto que el gato del lado de afuera al escucharlo empezó a rasguñar impacientemente la puerta. Se sonrío para sí recordando como odiaba a los gatos antes de alojarse ahí y como ahora pareciera que por momentos lo sintiera parte de sí mismo. Entonces abrió la puerta mientras atajaba la luz del pasillo y el gato se le enredaba entre las piernas.
-“Entonces, ¿estás con nosotros, no?”- el nuevo se encontraba algo indeciso ante la propuesta. Estaba entre la espada y la pared. -“Eeh...si si clar...”-
-“Esto es claro, compañero, sin rodeos. El hecho de que sea nuevo, no le quita su grado de responsabilidad dentro de nuestra lucha...”- decía Chispa mientras se iba posesionando en sus palabras, arremetiendo ademanes indeterminados a la par que su cuerpo se posicionaba como si imaginariamente se antepusiera un atril ante una multitud concentrada en el vestuario, donde cinco presentes atónitos depositaban la confianza en Chispa, lo que implicaba más presión para el nuevo: -“lo que pasa es que estoy a prueba... y hasta q-que no quede efectivo yo...”-
-“Hasta que no quede efectivo, mi amigo,
no es respuesta ante
tamaña demanda,
acá hasta el más
pequeño se agranda,
ante el avatar comedido.
así que se lo imploro, compañero
,
haga del valor su trofeo...
acá luchamos todos,
O lo
colgamos de los huevos...”- improvisaba oportunamente el compañero Grillo, que a falta de guitarra agitaba la mano del corazón en el aire.
Temblorosamente, mientras la quíntupla empezaba a señalarlo, el nuevo intentó retroceder decorosamente: -“es que mi mujer está sin trabajo, y si me agarran, y-y-y mis hijos...”-


-“y sus hijos estarán agradecidos, le digo,
de no tener un padre cobarde
que abandonó a sus compañeros
por temer que un plan se desbande,
porque acá luchamos unidos
cada uno hace su parte
y acá participa y se calla
no haga de su mariconada un alarde
ni de su indecisión un amague
porque sino de la patada
a su orto no le va a quedar ni la raya”.


Entonces el nuevo se replegó en el silencio, mientras en su entorno reflexionaban algo preocupados: si Jorge Grostico les llegase a fallar para el día D, no habrá segunda oportunidad. Fue en ese momento delicado cuando Chispa se acomodó en el banco, volvió a su posición ortodoxa de brazos cruzados, apoyó su cabeza contra la pared y alarmado volvió a temer lo peor para sí: ¿Qué le pasa a Grostico? ¿Hace cuanto que no parece ser el mismo? Y lo peor: ¿desde cuanto hace que se volvieron tan dependientes de él?
Sincrónicamente, Jorge se preguntaba desde cuánto hace que se había vuelto tan dependiente de su realidad, que de un tiempo a esta parte (y sobre todo a partir de la medianoche) todo lo demás le parecía intolerable y absurdo.


Con el gato frotándose contra sus pies se le hacía imposible caminar porque temía pisarlo; el felino se empecinaba en seguirlo a todos lados y a Jorge eso no le molestaba demasiado; pero cuando se metía entre sus piernas, ahí sí, una cólera lo poseía súbitamente y mandaba al gato, a Antonieta, y por extensión a toda la raza humana al quinto carajo. “¡Que gato de mierda! Un día de estos lo voy a pisar sin querer y encima me voy a sentir culpable. Gato malparido”. Meji (tal era el nombre del animal cuadrúpedo de ojos celestes, pelaje gris con pintas marrones y bigotes en cuestión) luego de tal catarata de puteadas (que por supuesto no entendía) volvía a frotarse contra los pies de Jorge; “ad infinitum” pensó Jorge mirando al kitten y le sonrió. Las 7 y 45. “Antes que nada tengo que salir a comprar puchos; una vez que haya hecho eso, veré que es lo que sigue; son las ocho menos cuarto así que el kiosco ya debe de estar abierto; seguramente esta la chica de todas las mañanas; hoy es jueves por tanto debe llevar puesto el pullover blanco; su pelo mojado debe tener pinta de dejarse peinar dócilmente sin oponer demasiada resistencia, como todas las mañanas.” Como todas las mañanas Jorge pensó “como todas las mañanas” y se dirigió hacia el placar a buscar algún pantalón para ir a comprar los Phillips. Revolvió entre la ropa, arrugando aún más cuanta prenda caía en sus manos pero no encontró el vaquero negro. “¿Dónde lo habré puesto?” Cerró la puerta dejando en los estantes una masa de tela arrugada, un poco sucia, un poco limpia, y vio que una parte de algo que se asemejaba a un vaquero negro se asomaba por debajo del colchón que él tenía debajo de su cama. “¿Cómo fue a parar ahí? Qué locura.” Se puso los pantalones y agarró las llaves sin ganas. Se encontró en el ascensor apretando el botón que rezaba en su superficie “PB” y se miró al espejo al tiempo que el paralelepípedo metálico comenzaba a bajar haciendo unos ruidos horribles. Ya en la planta baja (o PB en el idioma de la caja de metal) caminó esos metros que lo separaban de la calle pensando “¿Qué estarán haciendo los muchachos? ¿Era hoy que se iban a juntar para hablar con el compañero nuevo? ¿O era mañana? ¿O fue ayer acaso? No me digas que era hoy porque de ser así, cuando vaya me van a estar atrás todo el día para romperme las pelotas. Yo me quejo por quejarme, me parece. Que forro que soy” sentenció Jorge con cara de forro mientras atravesaba el marco de la puerta y se sumergía nuevamente in the concrete jungle. Era eso, sólo eso. Tomar el atado con la mano derecha y con la izquierda tirar de la puntita que permite abrirlo (previa búsqueda de la misma con las uñas; que deben de tener una longitud prudente; la mugre es a gusto y piacere) para luego con la misma mano romper el papel de ¿aluminio? dejando a la vista cuatro puchos. Golpecito suave. Sosteniéndolo con la mano derecha (como hasta ahora, en ningún momento se dejó de tenerlo con la diestra) se lo golpea contra la zurda una vez, luego otra y otra más (este atado esta peliagudo); sale el cigarro. Luego es el shhcc shhccc y ese gusto al humo en la boca, que se espesa, toma consistencia dentro de la boca, se aterciopela y se apelmaza, la lengua surca esas tinieblas nicotínicas y tabacalericas y el ardor se deja sentir mientras corroe las papilas; es entonces cuando se deja de retener ese frente de tormenta bajo el paladar para segundos después proceder a liberarlo vía fosas nasales (y si se puede, por la boca también, uno así se siente Clint Eastwood.)


Ojos marrones y estatura mediana. El cabello que se resiste a las tinturas trata de mantener su color castaño natural contra viento y marea. (Piiip) se encuentra ya en el lugar donde trabaja a diario rodeada de nada, nada en su interior y nada afuera; vacio por doquier. Se mira al espejo en el baño del personal, de los tan bien llamados “Recursos Humanos”; “recursos humanos, eso es lo que somos; esto es siniestro” pensó (Piiip) mientras se abrochaba el último botón del disfraz que usaba a diario para atender las solicitudes más nefastas detrás de ese mostrador.
Un muchacho oriundo de Estagira dijo alguna vez que el tiempo no existiría si no fuera por la existencia del movimiento, entre otras cosas claro. ¡Hablaba de tantas cosas ese muchacho! La unilinealidad del tiempo. Se traduce como ese cielo gris y algodonado donde de repente pasa volando, fugazmente, algún pajarito o algún ave de metal. Ese cielo ahora estático, ni un movimiento se percibe en él; parece una pintura, trazos grises y blancos y puntitos negros. En eso piensa Jorge mientras siente una suerte de vergüenza ya que nunca jamás pudo ser una de esas personas que se emocionan frente a una pintura, no podía, sencillamente no le salía, la contemplaba largo y tendido pero no, nada sucedía. “Que desastre, ni Klee ni Mondrian ni Escher ni nada; nada. Eso es exactamente. Eso es lo que entiendo: nada.” La unilinealidad del tiempo; todo lo abarca, todas las personas se ven insertas en él; aunque traten de no moverse el tiempo sigue igual, impasible ¿Se habrá equivocado el hijo de ese medico, allá lejos y hace tiempo en Grecia? Que cintura tuvo para decir que el motor se mueve a sí mismo; hay que reconocerlo, es fantástica esa idea ¡Qué cintura! ¿Habrá sido poco receptivo en lo que a esculturas y obras de arte se refiere? Definitivamente, Jorge buscaba un aliado, para no ahogarse en su soledad mientras un reloj cuelga de la rama de un árbol y deja caer un líquido extraño justo sobre él. Líneas negras. Líneas negras que forman figuras. Figuras coloreadas. Rojas. Azules. Amarillas. Un níveo paisaje como fondo. Y sobre él las líneas. Líneas negras y por ahí un nombre escrito en una cantidad inimaginable de lugares, de libros, cuatro letras, tan solo cuatro letras repetidas hasta la eternidad (o eran ocho letras). También es un lienzo que alguna vez habrá estado (o no) sobre un caballete; “no entiendo nada.” “No entiendo nada” pensó (Piiip) cuando la computadora con la que se veía obligada a trabajar en conjunto se murió, la pantalla era una gran pupila toda negra, inexpresiva, muerta. La pupila y su mirada penetrante. Mirada de desaprobación ante la nula experiencia de la que hacía gala la muchacha sentada frente a ella. La pupila desaprobaba la poca importancia que le daba (Piiip) a los artefactos tecnológicos, la pupila desaprobaba que ella pensara y sostuviera que estaba desconectada, cuando eso no era cierto en su totalidad. Nunca le gustaron las computadoras, nunca las entendió y nunca las iba a entender y según decía, no le interesaba tampoco. Lo mismo el jefe ya estaba junto a ella reparando el desperfecto que no era tal, sólo se había desconectado el monitor. “Era una boludez, se había desconectado el monitor (Piiip). Tomate tus quince para comer y trata de volver a tiempo” dijo el patrón. A lo que (Piiip) contestó sin demora que si ella trabajaba siete horas, le correspondían irrevocablemente treinta y cinco minutos de almuerzo; porque por ley a cada hora trabajada le corresponden cinco minutos de descanso y que ella se los iba a tomar uno por uno los treinta y cinco, ni uno más ni uno menos. El jefe no arguyó nada y eso no la sorprendió, pero se entristeció al notar a sus compañeras de trabajo con la mirada fija en los ciclopes lumínicos que tenían a cincuenta centímetros de sus caras; no dijeron nada, ni siquiera voltearon para ver qué era lo que sucedía, a qué se debían esos comentarios; solo se limitaron a seguir trabajando, perpetuando la introyección de las cadenas. En realidad no se entristeció, solo sintió una mezcla de angustia y rabia, con algún tinte de pena y de bronca; “nunca dicen nada, les dicen ‘mierda’ y ellas ‘amen’; yo no tengo que estar acá, yo no pertenezco acá. Me quiero ir. Me quiero ir ya.” Se levantó de la silla en la que estaba sentada y se fue a comer; a los treinta y cinco minutos volvió y se sentó frente a la computadora. “¿Ad infinitum?” pensó mientras ingresaba su clave en el sistema y decía “Adelante. ¿Quién sigue?”

domingo, 7 de marzo de 2010

Capítulo I: El habitáculo (parte I)


Hasta la medianoche, Jorge Grostico apenas es un ser humano. No es tan sencillo. Podría sostenerse que un ser humano apenas es Jorge Grostico ¿Acaso eso importa en verdad? Si se lo analiza desde un espectro espacial más amplio su existencia es simplemente un accidente. Es un argumento al que siempre recurría su padre, que Dios lo tenga en su gloria o que su alma se pudra eternamente en el séptimo círculo, da lo mismo. La cuestión es que a la hora de resumir su día siempre recurre al silencio. Es medianoche y el café está frío.
Mañana hay que trabajar –pensó mientras abría la puerta del placar donde guardaba la botella de whisky de ocho pesos. Mañana hay que trabajar. Destapó la botella y procedió a verter una generosa medida de esa bebida espirituosa en el café: se sentó en el borde de la cama y se dejó llevar por esas perras elucubraciones que solían atacarlo por las noches; por ejemplo ¿de dónde le vendría esa maldita manía de querer escribir, proyecto galácticamente escabroso, todas las cosas que se le ocurrieran? no como un diario, más bien como dejar que su cabeza chorree todo sobre ese papel y esa pluma; como todas las noches pensaba esto y le venían unas ganas horribles de agarrar la Remington y ponerse a escribir; y como todas las noches pensaba luego acerca de la manera en que debía de emprender esa empresa; ¿cómo empezar? ¿Querido diario?
¿Querido? ¿Diario? ¿Tenía que dirigirse de esa manera como una quinceañera? ¿A alguien le podría interesar? Entonces decidió evadir ese tono solemne tan maricón reemplazándolo por “YO ACUSO:”; luego decidió cambiarlo por “JORGE GROSTICO ACUSA:” pero… ese grado de denuncia podría adquirir un tono verídico, en cierta medida… ¿quién era Jorge Grostico? ¿Acaso ERA algo? Después de todo había transcurrido la madrugada, y por ese entonces había dejado de ser apenas un ser humano, para perderse en esa taza cicútica que bebía inevitablemente porque era lo que su destino le tenía preparado. Aparte, ¿quién se iba a dignar a leer lo que él tenía por necesidad expresar?, y en todo caso quien lo haga realmente ¿lo haría sólo por piedad o acaso compartiría su sentir? Bebió el último sobro que lo hizo retorcerse mientras que por otro lado no podía contener las arcadas y tenía que recurrir al inodoro, pero si cruzaba esa puerta ya se imaginaba lo que iba a depararle el destino: se iba a cruzar inevitablemente con Antonieta que lo iba a detener a mitad del pasillo para contarle un sinfín de superficialidades, mientras él iba a estar reteniendo sus líquidos biliares en la comarca de su boca, deseando profundamente vomitarle encima para que simplemente se dejara de joder. Sin embargo tuvo piedad y decidió quedarse en su cuarto devolviendo en la maceta.
Una vez que hubo acabado de hacer ese enchastre y mirarlo con cierto disgusto pensó que iba a tener que salir de la pieza para ir al baño a lavarse la boca y las manos porque no había podido evitar que algunas gotas rebeldes fueran a parar sobre su mano derecha; mientras pensaba esto se encontraba sentado en el piso frente al potus que acababa de fertilizar aplicadamente. Se limpió la boca con su mano izquierda y se tranquilizó al ver sobre la mesa (que en realidad eran cuatro cajones de manzana ubicados como dos columnas de dos cajones respectivamente; sobre estos descansaban dos vidrios rectangulares de origen desconocido y por sobre estos una madera, rectangular también, que ahora estaba atestada de cosas, que quilombo para ordenar) una servilleta vieja, con la que se secó las gotas de vómito de las manos. Ahora bien, era menester que piense lo que iba a tener que hacer a continuación para que no hubiera de ser posible ningún imponderable (pero él sabía bien que no era posible). Pensemos, pensemos; Antonieta estaba ahí, cosiendo o mirando la tele en su salida de baño color verde, recostada sobre el sillón o sentada frente a la maquina, hilo y aguja en mano y el estaba sentado en el piso, bastante incomodo porque no quería apoyar sus manos sobre el pantalón para no mancharlo más de lo que estaba; lo mismo se inclinó hacia su izquierda y manoteó el paquete de puchos y el encendedor (un zippo hermoso que su hermano le había regalado); al tiempo que se prendía un Phillips se percató de que no sólo tenía que ir al baño sino que iba a tener que hacer algo con esa pobre plantita ¿cambiarle la tierra? ¿De dónde iba a sacar tierra a esa hora, en pleno Congreso una madrugada de lunes? Era im-po-si-ble. – Primero lo primero –pensó Jorge con un aire de intelectual que le hubiera dado asco de haberse visto en el espejo – esta es la ley de la selva, la supervivencia del más apto, el lejano oeste; esta es una situación perfecta para algún programa de Discovery o algún canal de esa calaña; antes que nada tengo que lavarme la boca y las manos, porque así ya no puedo estar; sólo después de hacer eso voy a concentrarme en esa plantita. –De repente se iluminó y recordó que en la pava él siempre dejaba agua por las dudas; uno nunca sabe cuándo va a necesitar un poco de agua; pensó esto y se alegró; pero esa alegría le duró lo que un gas en una canasta porque contempló con horror que la mesa estaba que-des-bor-daba-de-cosas pero de la pava ni rastro -¿Y ahora? –alcanzó a pensar mientras tiraba el pucho en la maceta tomándose el trabajo de tratar de embocarlo donde hubiera algún charquito de vomito para no seguir ultrajando a la planta inmaculada. –Bueno, ahora sí que no hay tu tía; voy a tener que salir; no queda otra. A menos que…
Súbitamente recordó que en la mochila el casi siempre tenía una botella con agua y sin vacilar empezó a revolver por todos lados en busca de la dichosa botellita. Al cabo de un par de minutos la encontró y vio que estaba medio vacía. Sentóse sobre la cama y bajó de un trago la mitad del contenido acuoso dejando el resto para tirárselo sobre las manos; todo sobre la maceta claro, para no mojar el piso; ¡pudor! Ahora sí, sólo queda pensar en qué hacer con esa maceta salvajemente hostilizada, víctima de vejaciones sin nombre, y encima vomitada. “Bueno, tampoco la pavada que la noche está en pañales” pensó Jorge mientras se armaba un cigarro con lo último que le quedaba; acto seguido se acomodó un poco sobre la cama tratando de correr hacia un costado los libros y la cantidad de cosas que tenía sobre el colchón pero con tan poca destreza y habilidad que terminó tirando casi todo al piso, arriba de las cenizas y las colillas de cigarrillos que previamente habían caído cuando Jorge tiró el cenicero tratando de hacer algo que ahora no recordaba exactamente qué era. La maceta estaba ahí, inerte, con restos de bilis sobre el humus, un poco escondida entre la puerta del placar y la mesa (que no era una mesa propiamente dicha); un poco olvidada porque Jorge la regaba cada muerte de obispo, si la planta dependiera de él, se hubiera secado hace mucho tiempo, el potus sobrevivía gracias a Antonieta que entraba en la pieza de Jorge sin pedir permiso, sin golpear la puerta, sin avisar, sin medir las consecuencias y la regaba ¡Antonieta, que alma tan caritativa!
El tiempo pasaba y Jorge que estaba bastante relajado fumando en la cama notó que el olor que despedía el regalito que había dejado en la maceta era francamente horrible; abrió de par en par ventana y no se le ocurrió mejor táctica que sacar la planta entera de la tierra; para poder hacer de tripas corazón y tapar el vomito con la tierra de la base de la maceta; “que asco” pensaba Jorge con asco. Lo mismo terminó de revolver la tierra como si fuera polenta y depositó la plantita nuevamente en la maceta, “quedó impecable che, ni se nota” dijo como para si luego de darle la última pitada al cigarro y tirarlo en la maceta.
Luego de unos minutos, descubrió que se había dormido sobre el piso, al lado de la Remington, que estaba al costado de la taza vacía, que estaba sobre la mesa (que en realidad no era una mesa). Lo había despertado el timbre. Escuchó susurros y la risa nerviosa de Antonieta. “Si lanza su tácita carcajada misteriosamente alborotada e imperfecta es porque está con ÉL”, pensó. En efecto, ella rió, el pidió silencio por los vecinos, el gato maulló escandalosamente... “¿qué hago?”, volvió a pensar (con lo que le costaba a esta altura de la noche) porque se percató que cuando ÉL está, Antonieta debe confiar que está sola. Lo sabe por una cuestión de convivencia. Entra Él, sale Jorge Grostico a dar una vuelta, a evadirse, a perderse... de alguna manera era un verdadera satisfacción porque cuando la visita de ÉL estaba anunciada, Jorge respiraba aliviado porque se salvaría del montón de superficialidades de Antonieta que lo atormentaban constantemente. Ahora el problema era otro. Porque a Jorge después de armarse y fumarse uno ceremoniosamente, le pinta la persecuta. Es decir, era un dilema salir por esa puerta y encontrarse con Antonieta + ÉL + gato maullando. Entonces el plan era estar atento a que tengan el agrado de encerrarse en la pieza de Antonieta, y al escuchar la puerta que se cierra, Jorge saldría apresuradamente de la suya respirando la libertad que se entremezclaría con los sahumerios que prende Antonieta en el pasillo. Pero enseguida se dio cuenta que tal situación iba a ser poco factible, simplemente porque Antonieta debe pensar que Jorge no está.
La segunda carcajada de Antonieta y la risa tartamuda de Él lo sobresaltó: “si se ríen los dos capaz entonces están jugueteando, incluso puede que estén en bolas”, volvió a pensar haciendo un esfuerzo sobrehumano...
-“Hola, bueno, que tal mucho gusto, soy Jorge Grostico y usted debe ser ÉL, ¿no?... sí, perdón que no le de la mano es que acabo de vomitar en la maceta y todavía no me limpié muy bien. Bueno, me voy es una situación sumamente incómoda, es decir, ustedes están en bolas y el gato maullando, en fin... bueno, los dejo garchar tranquilo, hasta pronto...”, aunque enseguida abandonó esa opción ridícula de enfrentar la situación. Era muy poco decoroso: en su supuesta presentación repetía varias veces “bueno”, lo que provocaría cierto desconcierto. Entonces, abandonó toda esperanza de salir de su aposento. Se alejó de la Remington y se recluyó en las sabanas, tapándose hasta las narices. Aunque luego se cubrió por completo por el sólo hecho de que los gritos le daban escalofríos.


Acontecía la madrugada, trémula e impertinente,
vaya lejanía, no hay acuerdo en la distancia,
solo recuerdo y un “no me olvides” en el ojal
del resabio de un crepúsculo ruin, de-velador,
revelador de mi mayor vergüenza:
Vomité en la maceta de mis penas
bilis de rencor.


Trató de retener entonces esa súbita conjunción de palabras, como preludio de su “JORGE GROSTICO ACUSA”, en su mente y anotarlo para luego más tranquilo pasarlo a la Remington... dudó unos minutos... ya fue.