domingo, 7 de marzo de 2010

Capítulo I: El habitáculo (parte I)


Hasta la medianoche, Jorge Grostico apenas es un ser humano. No es tan sencillo. Podría sostenerse que un ser humano apenas es Jorge Grostico ¿Acaso eso importa en verdad? Si se lo analiza desde un espectro espacial más amplio su existencia es simplemente un accidente. Es un argumento al que siempre recurría su padre, que Dios lo tenga en su gloria o que su alma se pudra eternamente en el séptimo círculo, da lo mismo. La cuestión es que a la hora de resumir su día siempre recurre al silencio. Es medianoche y el café está frío.
Mañana hay que trabajar –pensó mientras abría la puerta del placar donde guardaba la botella de whisky de ocho pesos. Mañana hay que trabajar. Destapó la botella y procedió a verter una generosa medida de esa bebida espirituosa en el café: se sentó en el borde de la cama y se dejó llevar por esas perras elucubraciones que solían atacarlo por las noches; por ejemplo ¿de dónde le vendría esa maldita manía de querer escribir, proyecto galácticamente escabroso, todas las cosas que se le ocurrieran? no como un diario, más bien como dejar que su cabeza chorree todo sobre ese papel y esa pluma; como todas las noches pensaba esto y le venían unas ganas horribles de agarrar la Remington y ponerse a escribir; y como todas las noches pensaba luego acerca de la manera en que debía de emprender esa empresa; ¿cómo empezar? ¿Querido diario?
¿Querido? ¿Diario? ¿Tenía que dirigirse de esa manera como una quinceañera? ¿A alguien le podría interesar? Entonces decidió evadir ese tono solemne tan maricón reemplazándolo por “YO ACUSO:”; luego decidió cambiarlo por “JORGE GROSTICO ACUSA:” pero… ese grado de denuncia podría adquirir un tono verídico, en cierta medida… ¿quién era Jorge Grostico? ¿Acaso ERA algo? Después de todo había transcurrido la madrugada, y por ese entonces había dejado de ser apenas un ser humano, para perderse en esa taza cicútica que bebía inevitablemente porque era lo que su destino le tenía preparado. Aparte, ¿quién se iba a dignar a leer lo que él tenía por necesidad expresar?, y en todo caso quien lo haga realmente ¿lo haría sólo por piedad o acaso compartiría su sentir? Bebió el último sobro que lo hizo retorcerse mientras que por otro lado no podía contener las arcadas y tenía que recurrir al inodoro, pero si cruzaba esa puerta ya se imaginaba lo que iba a depararle el destino: se iba a cruzar inevitablemente con Antonieta que lo iba a detener a mitad del pasillo para contarle un sinfín de superficialidades, mientras él iba a estar reteniendo sus líquidos biliares en la comarca de su boca, deseando profundamente vomitarle encima para que simplemente se dejara de joder. Sin embargo tuvo piedad y decidió quedarse en su cuarto devolviendo en la maceta.
Una vez que hubo acabado de hacer ese enchastre y mirarlo con cierto disgusto pensó que iba a tener que salir de la pieza para ir al baño a lavarse la boca y las manos porque no había podido evitar que algunas gotas rebeldes fueran a parar sobre su mano derecha; mientras pensaba esto se encontraba sentado en el piso frente al potus que acababa de fertilizar aplicadamente. Se limpió la boca con su mano izquierda y se tranquilizó al ver sobre la mesa (que en realidad eran cuatro cajones de manzana ubicados como dos columnas de dos cajones respectivamente; sobre estos descansaban dos vidrios rectangulares de origen desconocido y por sobre estos una madera, rectangular también, que ahora estaba atestada de cosas, que quilombo para ordenar) una servilleta vieja, con la que se secó las gotas de vómito de las manos. Ahora bien, era menester que piense lo que iba a tener que hacer a continuación para que no hubiera de ser posible ningún imponderable (pero él sabía bien que no era posible). Pensemos, pensemos; Antonieta estaba ahí, cosiendo o mirando la tele en su salida de baño color verde, recostada sobre el sillón o sentada frente a la maquina, hilo y aguja en mano y el estaba sentado en el piso, bastante incomodo porque no quería apoyar sus manos sobre el pantalón para no mancharlo más de lo que estaba; lo mismo se inclinó hacia su izquierda y manoteó el paquete de puchos y el encendedor (un zippo hermoso que su hermano le había regalado); al tiempo que se prendía un Phillips se percató de que no sólo tenía que ir al baño sino que iba a tener que hacer algo con esa pobre plantita ¿cambiarle la tierra? ¿De dónde iba a sacar tierra a esa hora, en pleno Congreso una madrugada de lunes? Era im-po-si-ble. – Primero lo primero –pensó Jorge con un aire de intelectual que le hubiera dado asco de haberse visto en el espejo – esta es la ley de la selva, la supervivencia del más apto, el lejano oeste; esta es una situación perfecta para algún programa de Discovery o algún canal de esa calaña; antes que nada tengo que lavarme la boca y las manos, porque así ya no puedo estar; sólo después de hacer eso voy a concentrarme en esa plantita. –De repente se iluminó y recordó que en la pava él siempre dejaba agua por las dudas; uno nunca sabe cuándo va a necesitar un poco de agua; pensó esto y se alegró; pero esa alegría le duró lo que un gas en una canasta porque contempló con horror que la mesa estaba que-des-bor-daba-de-cosas pero de la pava ni rastro -¿Y ahora? –alcanzó a pensar mientras tiraba el pucho en la maceta tomándose el trabajo de tratar de embocarlo donde hubiera algún charquito de vomito para no seguir ultrajando a la planta inmaculada. –Bueno, ahora sí que no hay tu tía; voy a tener que salir; no queda otra. A menos que…
Súbitamente recordó que en la mochila el casi siempre tenía una botella con agua y sin vacilar empezó a revolver por todos lados en busca de la dichosa botellita. Al cabo de un par de minutos la encontró y vio que estaba medio vacía. Sentóse sobre la cama y bajó de un trago la mitad del contenido acuoso dejando el resto para tirárselo sobre las manos; todo sobre la maceta claro, para no mojar el piso; ¡pudor! Ahora sí, sólo queda pensar en qué hacer con esa maceta salvajemente hostilizada, víctima de vejaciones sin nombre, y encima vomitada. “Bueno, tampoco la pavada que la noche está en pañales” pensó Jorge mientras se armaba un cigarro con lo último que le quedaba; acto seguido se acomodó un poco sobre la cama tratando de correr hacia un costado los libros y la cantidad de cosas que tenía sobre el colchón pero con tan poca destreza y habilidad que terminó tirando casi todo al piso, arriba de las cenizas y las colillas de cigarrillos que previamente habían caído cuando Jorge tiró el cenicero tratando de hacer algo que ahora no recordaba exactamente qué era. La maceta estaba ahí, inerte, con restos de bilis sobre el humus, un poco escondida entre la puerta del placar y la mesa (que no era una mesa propiamente dicha); un poco olvidada porque Jorge la regaba cada muerte de obispo, si la planta dependiera de él, se hubiera secado hace mucho tiempo, el potus sobrevivía gracias a Antonieta que entraba en la pieza de Jorge sin pedir permiso, sin golpear la puerta, sin avisar, sin medir las consecuencias y la regaba ¡Antonieta, que alma tan caritativa!
El tiempo pasaba y Jorge que estaba bastante relajado fumando en la cama notó que el olor que despedía el regalito que había dejado en la maceta era francamente horrible; abrió de par en par ventana y no se le ocurrió mejor táctica que sacar la planta entera de la tierra; para poder hacer de tripas corazón y tapar el vomito con la tierra de la base de la maceta; “que asco” pensaba Jorge con asco. Lo mismo terminó de revolver la tierra como si fuera polenta y depositó la plantita nuevamente en la maceta, “quedó impecable che, ni se nota” dijo como para si luego de darle la última pitada al cigarro y tirarlo en la maceta.
Luego de unos minutos, descubrió que se había dormido sobre el piso, al lado de la Remington, que estaba al costado de la taza vacía, que estaba sobre la mesa (que en realidad no era una mesa). Lo había despertado el timbre. Escuchó susurros y la risa nerviosa de Antonieta. “Si lanza su tácita carcajada misteriosamente alborotada e imperfecta es porque está con ÉL”, pensó. En efecto, ella rió, el pidió silencio por los vecinos, el gato maulló escandalosamente... “¿qué hago?”, volvió a pensar (con lo que le costaba a esta altura de la noche) porque se percató que cuando ÉL está, Antonieta debe confiar que está sola. Lo sabe por una cuestión de convivencia. Entra Él, sale Jorge Grostico a dar una vuelta, a evadirse, a perderse... de alguna manera era un verdadera satisfacción porque cuando la visita de ÉL estaba anunciada, Jorge respiraba aliviado porque se salvaría del montón de superficialidades de Antonieta que lo atormentaban constantemente. Ahora el problema era otro. Porque a Jorge después de armarse y fumarse uno ceremoniosamente, le pinta la persecuta. Es decir, era un dilema salir por esa puerta y encontrarse con Antonieta + ÉL + gato maullando. Entonces el plan era estar atento a que tengan el agrado de encerrarse en la pieza de Antonieta, y al escuchar la puerta que se cierra, Jorge saldría apresuradamente de la suya respirando la libertad que se entremezclaría con los sahumerios que prende Antonieta en el pasillo. Pero enseguida se dio cuenta que tal situación iba a ser poco factible, simplemente porque Antonieta debe pensar que Jorge no está.
La segunda carcajada de Antonieta y la risa tartamuda de Él lo sobresaltó: “si se ríen los dos capaz entonces están jugueteando, incluso puede que estén en bolas”, volvió a pensar haciendo un esfuerzo sobrehumano...
-“Hola, bueno, que tal mucho gusto, soy Jorge Grostico y usted debe ser ÉL, ¿no?... sí, perdón que no le de la mano es que acabo de vomitar en la maceta y todavía no me limpié muy bien. Bueno, me voy es una situación sumamente incómoda, es decir, ustedes están en bolas y el gato maullando, en fin... bueno, los dejo garchar tranquilo, hasta pronto...”, aunque enseguida abandonó esa opción ridícula de enfrentar la situación. Era muy poco decoroso: en su supuesta presentación repetía varias veces “bueno”, lo que provocaría cierto desconcierto. Entonces, abandonó toda esperanza de salir de su aposento. Se alejó de la Remington y se recluyó en las sabanas, tapándose hasta las narices. Aunque luego se cubrió por completo por el sólo hecho de que los gritos le daban escalofríos.


Acontecía la madrugada, trémula e impertinente,
vaya lejanía, no hay acuerdo en la distancia,
solo recuerdo y un “no me olvides” en el ojal
del resabio de un crepúsculo ruin, de-velador,
revelador de mi mayor vergüenza:
Vomité en la maceta de mis penas
bilis de rencor.


Trató de retener entonces esa súbita conjunción de palabras, como preludio de su “JORGE GROSTICO ACUSA”, en su mente y anotarlo para luego más tranquilo pasarlo a la Remington... dudó unos minutos... ya fue.